Concesiones mineras y derechos de los pueblos indígenas

Por Jorge Fernández Souza

Debajo de la superficie de la tierra, en el subsuelo, en las entrañas donde los mayas antiguos ubicaron a Xibalbá, al inframundo, o donde los nahuas han dicho que existe el Mixtlán, la tierra de los muertos, están los hidrocarburos y los minerales. Tal vez en esas antiguas cosmogonías no se asociaron las riquezas mineras, ni tampoco las petroleras, con la muerte, el sufrimiento y la obscuridad. Pero la relación ahí está.

Porque lo cierto es que más que el bienestar que podrían ofrecer para los pueblos indígenas, las riquezas minerales les han traído desasosiego. No solamente porque los beneficios de la extracción les son ajenos, sino porque los trabajos para realizarla destruyen sus tierras, su entorno, su medio ambiente, sus espacios religiosos y culturales; en suma, su territorio.

Así, este es uno de los mejores ejemplos de la diferencia entre tierra y territorio, hablando específicamente de los pueblos indios. El territorio no solamente se refiere a la tierra a la que el campesino, el arado y el tractor le extraen los alimentos, sino a todo lo que la circunda, al subsuelo, al agua, al medio ambiente y al espacio cultural que forjan quienes la habitan.

Que México haya pasado recientemente, en escala mundial, del lugar 30 al cuatro en exploración minera puede ser buena noticia para las empresas, pero no necesariamente para los pueblos, porque la búsqueda actual de riquezas minerales, derivada en gran medida de la demanda global, amenaza a no pocos territorios de los pueblos indios a causa de las concesiones que han sido otorgadas a las empresas. Así lo acreditan casos como los de Chicomuselo, Ixhuatlán y Motozintla, en Chiapas; varias de las alrededor de 300 concesiones en Oaxaca; el del Cerro del Jumil, en Morelos, o los proyectos sobre el territorio Wirikuta, en San Luis Potosí, entre otros.

Y es que la posibilidad legal de que empresas privadas exploten riquezas minerales mediante concesiones en cualquier parte del territorio nacional, incluyendo aquellas donde están asentados los pueblos indígenas, está determinada en la Constitución, que reconoce diversos regímenes de propiedad y de explotación posibles, según el bien de que se trate.

Como se sabe, el artículo 27 constitucional se refiere al régimen de propiedad agraria y a los derechos de los núcleos de población ejidales y comunales, derechos disminuidos y en riesgo constante desde la reforma salinista de 1992. El mismo artículo habla de los bienes que, además de ser propiedad nacional, hasta ahora solamente pueden ser explotados por el Estado (por la Nación, dice el artículo). Para la explotación del petróleo, o de minerales radioactivos, no pueden otorgarse concesiones ni contratos a particulares. Es la misma condición para la generación y distribución de energía eléctrica que tenga por objeto la prestación de servicio público, y también para el aprovechamiento de los combustibles nucleares para la generación de energía nuclear.

Situación distinta es la de la generalidad de las aguas y de todos los otros minerales, como aquellos de los que se extraigan metales y metaloides para la industria, o los yacimientos de piedras preciosas. En estos casos, la explotación y el aprovechamiento sí son concesionables, es decir que le pueden ser adjudicados a particulares o empresas, mediante ciertos requisitos. La consecuencia de la concesión es que, para fines económicos, quien la obtiene, el concesionario, prácticamente actúa como propietario, aunque la concesión puede ser revocada si se incumple con las condiciones mediante las cuales haya sido otorgada.

Así, el origen constitucional de la afectación que por la minería sufren los territorios de los pueblos indios está ahí, en la posibilidad de que la riqueza mineral de estos territorios sea otorgada en concesión para su explotación a empresas privadas. Las movilizaciones sociales, y los recursos legales interpuestos con base en leyes como la de Minas, la Agraria, o a convenios como el 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), en ocasiones han sido defensas eficientes contra las acciones devastadoras de las empresas. Modificaciones legislativas para alcanzar mejores condiciones para los pueblos, como sería un margen mayor de regalías, es claro que pueden ser importantes. Pero la base constitucional de las concesiones sigue siendo la puerta jurídica abierta a la expoliación de los recursos minerales de los territorios indígenas.

La defensa del petróleo en contra de la privatización tiene como uno de sus ejes el que la riqueza petrolera sirva para el desarrollo nacional y no para el enriquecimiento de entidades privadas. Este razonamiento podría sin duda aplicarse a las riquezas del subsuelo que constitucionalmente son concesionables (como la minera) en relación con los pueblos y territorios indios: las riquezas mineras de los territorios indígenas deberían de servir primordialmente para el desarrollo de los pueblos. Pero es evidente que si los pueblos indios, para obtener concesiones por medio de cualquiera de sus organizaciones, tuvieran que competir con empresas privadas, nacionales o trasnacionales, lo harían desde una enorme desventaja económica y política.

Por eso es importante que se contemple la posibilidad de que los recursos del subsuelo de los territorios indígenas que sean concesionables sólo puedan darse en concesión a los propios pueblos. Tal propuesta seguramente tendría como respuesta de algunos sectores privilegiados que los pueblos indios no tienen los recursos, ni el conocimiento, ni las técnicas, ni nada para explotar los recursos que están en las entrañas de sus tierras. En fin, que por ser indios no podrían, y como no podrían, ese derecho de exclusividad no tendría cabida.

Pero sin duda, con la colaboración de organismos públicos, de universidades, e inclusive de entidades privadas no depredadoras, o en asociación con ellas, los pueblos indígenas podrían determinar de manera exclusiva la explotación, el uso y el aprovechamiento de los recursos del subsuelo de sus territorios. Las ganancias que ahora se van a manos privadas podrían sustancialmente reorientarse para el desarrollo de los pueblos y con toda seguridad la sustentabilidad ambiental sería cuidada por quienes son parte del hábitat, es decir por ellos mismos. El desarrollo, y las necesidades para la existencia misma de los pueblos, determinarían así las formas y condiciones de la explotación de los recursos del subsuelo concesionables. La generación de empleos no estaría contrapuesta, sino que sería acorde con estas mismas determinantes económicas y ambientales.

Es difícil concebir que la autonomía de los pueblos indios pueda darse sin que ellos tengan acceso a sus recursos naturales o, peor, si esos recursos son explotados para el enriquecimiento privado y con el costo adicional de la destrucción del territorio. Se puede incluso afirmar que los ampliamente incumplidos Acuerdos de San Andrés, para su plena puesta en marcha, sobre todo en sus contenidos de desarrollo y sustentabilidad, podrían requerir de una reforma constitucional que garantizara para los pueblos indígenas el aprovechamiento de los recursos del subsuelo de sus territorios. Esta garantía otorgaría al mismo tiempo la seguridad de que esos recursos servirían para el desarrollo nacional en la medida en que apuntalarían el de los pueblos originarios.

La defensa del bien común nacional y de los derechos de los pueblos indios, entre otras formas por medio de la defensa de los recursos naturales, son inseparables. Por esto, nada impide que vayan juntas las demandas de que la renta petrolera sea para la Nación y de que los recursos de los pueblos indios sean para ellos y, en consecuencia, también para la Nación.

Míticamente, Xibalbá y el Mixtlán, o los equivalentes de inframundos en otras culturas originarias, seguirán recibiendo a quienes deban de recibir. Pero las entrañas de la tierra pueden también ofrecer otras alternativas.

Texto extraido de La Jornada del Campo No. 67 ‘Tierra arrasada’:

http://www.jornada.unam.mx/2013/04/20/delcampo.html

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Foto: Misión Civil de Observación